¿Qué hacemos con la obligatoriedad del voto?

Lo que dejó la elección de CABA. Nota de opinión por Mario Bensimón (*)

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Las recientes elecciones a legisladores porteños del 18 de Mayo de 2025 tuvieron un resultado sorprendente para muchos de quienes intentamos analizar los diversos actos electorales.

No fue el triunfo de los candidatos del Gobierno Nacional lo que sorprendió a los analistas, ni siquiera la pésima performance experimentada por la expresión política que viene gobernando la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de manera ininterrumpida desde el año 2007.

El dato que sorprendió en mayor medida fue que sólo el 53% de los ciudadanos habilitados acudieron a las urnas.

El bajísimo nivel de participación vuelve a traer a la agenda pública el notorio grado de apatía de la ciudadanía respecto a su representación política.

Cuando la apatía, o la denominada “crisis de representación”, ingresa en escena casi naturalmente acudimos, a efectos comparativos, a la elección de medio término del año 2001.

Tal elección convocada para renovar la representación legislativa estuvo marcada por un importante nivel de apatía o descreimiento, pero a diferencia de lo expresado en la jornada del domingo en la Ciudad de Buenos Aires, la comunidad acudió a las urnas en los porcentajes históricos pero decidió manifestar su desencanto votando en blanco o anulando su voto.

En la elección mencionada, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires votó el 73% de los votantes habilitados (muy cerca del promedio histórico que suele ubicarse superando el 75%), pero el 20% de los votantes se manifestaron a través del voto en blanco o del voto nulo.

En esta oportunidad, 24 años después, nuevamente la mitad de los porteños decidió no participar de la contienda, aunque esta vez no acudiendo a la convocatoria, a pesar de la obligatoriedad del voto consagrada constitucionalmente.

Es decir, que aún en los momentos más complejos en materia de apatía política (la crisis del 19 y 20 de Diciembre de 2001 y su “que se vayan todos” son prueba cabal de ello), la comunidad acudía a las urnas en cumplimiento de su obligación ciudadana, cosa que no parece ocurrir en la actualidad.

No resultaría el evento una incoherencia, como modo de manifestación, para una sociedad que estaría dando un giro ideológico hacia los modelos libertarios focalizan al voto como una facultad que se puede ejercitar, como no.

Pero más allá de la posible interpretación esgrimida ex post facto, lo que resulta irrefutable es la falta de incentivo que proporciona el sistema a través de sanciones a las que nadie teme a esta altura.

La idea del voto obligatorio tuvo dos tipos de justificaciones, unas intrínsecas y otras extrínsecas.

Intrínsecamente se entendió que la obligatoriedad del voto (sancionada en nuestro país a través de la conocida como Ley Saenz Peña) iba a brindar condiciones de participación y transparencia carentes al momento de su establecimiento.

Hay que decir que su incorporación no fue pacífica. En efecto, la Cámara de Diputados había excluido la obligatoriedad del sufragio del contenía el texto del proyecto, y fue el Senado actuando como cámara revisora la que reincorporó tal característica.

La doctrina asimismo puso luz sobre el valor de la imparcialidad en el debate público. La democracia entonces debía garantizar decisiones mayoritarias, pero que resultaran consecuencia de la participación de todos los interesados o posibles afectados de tales decisiones. 

De esta manera, el riesgo de que la voluntariedad del voto elimine del debate público a un sector de la comunidad es alto y tendría como consecuencia un debilitamiento ostensible de la calidad del sistema así como también de la legitimidad de sus decisiones y, en consecuencia de ello, del plexo normativo en su conjunto.

Este último punto se encuentra relacionado asimismo a la justificación extrínseca de la obligatoriedad del voto vinculada a la legitimidad de las autoridades públicas seleccionadas en los comicios electorales.

Parece obvio que a mayor nivel de participación, y de acompañamiento popular, es mayor la legitimidad del plan de gobierno sometido a escrutinio popular y, como consecuencia de ello, son mayores las chances de acompañamiento y éxito de las propuestas.

Desde posiciones vinculadas al voto como un derecho, y no como una obligación, se destaca que la participación en los procesos de toma de decisiones formaría parte del grado de las potestades que una persona podría decidir ejercer efectivamente, como no hacerlo.

Un planteo de estas características llegó a decisión de la Cámara Nacional Electoral en autos caratulados: “Vázquez, Juan Antonio s/ Formula Petición” (Expte. 4636 – Año 2009 CNE) dictándose el fallo 4747/2011 de fecha 18 de Octubre de 2011, en el cual, luego de exponer detalladamente la evolución y sostener las diversas justificaciones de la obligatoriedad del voto, la Cámara concluyó que: “los difusos argumentos traídos por el recurrente no alcanzan a conmover los fundamentos doctrinarios y jurisprudenciales expuestos”.

El giro ideológico que parece emprender nuestro país, y buena parte del mundo, parece tener como consecuencia el ingreso a la agenda pública de discusiones como la expuesta, las que marcarán a fuego nuestro el futuro de nuestro modelo democrático. 

(*)  Abogado (UNLP) - Maestría en Derecho Constitucional (UNPSJB).  Autor de "Achicando los Arcos" y "Democracia y Desarrollo: el caso Chubut"

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